“Patagonia tierra amada
poema de la extensión
dinos en qué estrella
de tu amplio cielo
habita el hijo que te canto”.
Hace sesenta y cuatro años había en el país una primavera de la música nativa. Ese jubileo, probablemente irrepetible, fue el resultado de una siembra ocurrida una década antes con la gran difusión porteña de importantes compositores y recopiladores como Atahualpa Yupanqui, Andrés Chazarreta o Buenaventura Luna, entre otros. Ellos llevaron sus producciones autóctonas al aire de la capital histórica de los argentinos, siempre propensa a la extranjerización.
Una oportuna promoción radiofónica puso su parte y centenares de conjuntos musicales criollos la repartieron a los cuatro vientos de la Patria, de América y, luego, del mundo entero. Así, la juventud de aquellos años alcanzó la aspiración abrumadora de cantar como “Fronterizos” o “Chalchaleros”. En medio de esa atmósfera poética y musical y una importante revalidación nacional cultural nacieron los Boyeros con su primera aparición pública en julio de 1957 en Comodoro Rivadavia nuestra ciudad patagónica. Representando el eco de los grupos juveniles que resonaban por todo el país en los medios artísticos de aquellos años bajo una estructura básica de cuatro voces con tres guitarras y un bombo.
Para aportar precisiones de esta historia que ya tiene sesenta y cuatro años, recurro al asesoramiento de mi amigo Félix Fernández, que me ha brindado las imágenes que acompañan estas palabras. Además, no descarto el recuerdo oportuno de todas las anécdotas y confidencias que los boyeros me contaron en prenda de amistad.
La primera actuación del grupo transcurrió en las instalaciones del Cine Teatro del Colegio Salesiano Dean Funes en homenaje al RP. Marcelino Ribotta. Los primeros integrantes fueron Alfredo Hansen, Saúl Aguilar, Félix Fernández y Dante García. No hay que olvidar que por aquel entonces estaba presente el seminarista e improvisado dramaturgo Argentino Garbin, autor de la obra de teatro “La estancia de don Carlos”, también estrenada en esta oportunidad.
El 2 de julio de 1959 fallece tempranamente Saúl Aguilar y su lugar es transitoriamente reemplazado por Mario Ismael Acuña y, finalmente, por Héctor Galeano. El breve período de la conscripción militar de distintos integrantes, que abarca el lapso comprendido entre 1962 y 1963, contó con la valiosa incorporación de Fernando Nahuelanca. Asimismo, en este bienio queda consolidada la agrupación con integrantes estables: asumen ese carácter Fernández, Hansen, García y Galeano. En ese momento, el grupo musical inicia la marcha que los llevará de su etapa juvenil hacia una profesionalización cada vez más acentuada.

Las guitarreadas “Crush” de 1962 los consagran ganadores con una imborrable zamba a partir de una poesía del ahora clérigo Argentino Garbin especialmente dedicada a Saúl Aguilar, el boyero fallecido. Un año más tarde, esta interpretación musical formó parte de un disco oficial. En una de sus estrofas, que considero la más significativa, sintetiza la mística del grupo y dos cuestiones que considero que lo han mantenido unido como grupo: la idea de la finitud terrenal y la vigilancia estelar del boyero ausente. Por un lado, la primera idea refiere a la identificación del hombre con el lugar donde reside sobre la tierra, mientras que la vigilancia estelar trasciende lo terrenal marcando rumbos por aquel boyero que recordarán siempre. Porque la verdadera amistad tiene algo de sagrado y continúa en lo eterno.
“Abrazao a mi guitarra
galopié por aires viejos,
por caminos de la zamba
y con rumbos bagualeros”.
En 1963, Galeano abandona su puesto y en su lugar entra Juan J. Reales, también apodado “Cacho”. De la misma forma, en 1964 García fue reemplazado por Antonio Terraza, como “Tono”. Hasta ese momento el grupo llevaba grabado varios sellos discográficos como “Music Hall” y “Columbia”, dos LP y un 33 doble bajo un repertorio matizado a la altura de cualquier grupo musical folclórico de primera línea. El éxito rotundo lo alcanzan con “Malambo en la noche” al punto de que ningún otro conjunto trataría de imitarlo, con excepción de una versión parcialmente instrumental del conjunto mendocino los Andariegos.

El arreglo de guitarras, la composición musical y en especial las intervenciones de Alfredo Hansen como solista convirtieron a la pieza en un verdadero clásico de la canción malambo. Estimo, también, que la incorporación de Tono Terraza le otorgó al grupo grandes posibilidades de éxito con la llegada de un violinista de primera a sus producciones musicales.
Por otro lado, la ejecución de la música criolla con violín en aquellos tiempos en grupos tan reconocidos como “El Chañarcito” o “Alberto Ocampo y sus Changuitos Violineros” significó una gran posibilidad de proyección para los Boyeros. Por ejemplo, incluyendolo en la actuación de un solista o de todo el conjunto folclórico. Cuestión que asombra al presente ya que entonces en los bailes juveniles era costumbre habitual acompañar con palmas una actuación folclórica intercalada.
Fue una época de gran actuación en bailes populares regionales.Hasta que estuvieron dadas las condiciones para intentar una empresa de mayor envergadura. Ese momento llegará en 1975 cuando el grupo cruzó el gran charco y llevó su arte a España en el Festival Latinoamericano de Folclore celebrado un 18 de septiembre en Oviedo, Asturias. Completando la gira con actuaciones por toda Asturias, Bilbao y Victoria. Cabe destacar que durante esta etapa también interviene como integrante Carlos Randazzo.
Los Boyeros están en un punto de máxima expansión y madurez artística. Valga la paradoja que no se condice con su nombre. Etimológicamente, el boyero en la jerga campestre argentina identifica al peoncito aprendiz del campo. Su nombre escogido cariñosamente por Encarnación de Fernández, la madre de Félix, para nombrar al grupo en 1957 es también el nombre de un ave silbadora de los campos argentinos. El recuerdo de aquel afectuoso bautismo de la que todos los integrantes consideraron siempre como la madre de los Boyeros es parte de las memorias que ellos me confiaron sobre el origen y la evolución de su carrera artística.
“Yo soy aquel cantorcito
soy el que siempre he sido.
No me hago ni me deshago
y en este ser nomás vivo”
Ahora quiero intentar una interpretación de por qué considero que los valores que originaron su creación siguen vigentes. Por un lado, es cierto que en nuestro presente no vivimos una primavera con la música criolla como hace seis décadas atrás. Pero también, es cierto que la expresión musical nativa ha vuelto a despertar algún interés discográfico, aunque dista mucho del reverdecer de esos años. Muy a pesar de esta realidad, me atrevo a decir que la verdadera vigencia de los Boyeros para seguir reteniendo alguna vigencia como un lugar de relieve en la juglaría criolla, es haber identificado siempre un estilo autóctono propio y sin artificios.
Considero que en el fondo los valores de conciencia de las propias raíces, del respeto al público y la ausencia de actitudes histriónicas son categorías que, gracias a Dios, todavía lucen en un ambiente repleto de artificios electrónicos, aunque muchas veces demasiado cerca de la carencia de mensajes auténticos.
En su mester de gauchería, por el contrario, los Boyeros supieron lucir con igual solvencia las prendas del hombre de campo, así como el smoking de las veladas de gala. Porque en la prédica de su arte tenían un destinatario concreto: le cantaban a la tierra de la que sentían provenir. Y conscientes de ello podían llevar su expresión artística a todas partes, sin dejar de ser ellos mismos utilizando iguales recursos que los que usaron sus ancestros a partir básicamente de una vocación de canto a voz en cuello.
Esa creo que fue la clave, la que dio la conjunción absolutamente propia entre voces provenientes de cantores, que sintieron orgullo como Martín Fierro de su destino decidor sumados a los instrumentos musicales autóctonos sin ningún tipo de edición electrónica, eso fue el generador de ese resultado aún vigente. El que, en particular, no lo puede desfigurar ninguna modernización transitoria.
El amauta Choquehuanca del antiguo Perú decía en lengua vernácula “allpa runa kamasca” (el hombre es tierra que anda) y don Ata le agregaba el apotegma de su propia vivencia: “el hombre es tierra que anda y canta”. Y su canto se teñirá de las particularidades del paisaje que lo rodea. Será nostálgico en vidalas o retumbante en bagualas como las montañas y valles del noroeste o los salares santiagueños. Tal vez, será rumoroso de aguas como toda la costa litoral. Y también huirá con el viento hacia el horizonte en las inmensidades pampeanas, en forma de triunfos, cielos y estilos. Pero, no obstante, esto que es bello por sí mismo para teñir las propias canciones, sería tan solo un frívolo panteísmo si no convocara como un hilo de Ariadne al espíritu nacional.
Ese mismo que hace que un hombre del sur pueda cantar con tanta devoción las cosas de toda la geografía argentina, atesorándolas intactas con su ejecución.
En definitiva, ese milagro que se dio a raudales con los Boyeros que con fuerza y calidad recorrieron todos los repertorios de la Patria con el respeto y la devoción que siempre los caracterizó.
Para terminar, creo que esta cátedra de identidad nacional bien entendida no debe ser olvidada por los jóvenes que se acercaron al canto nativo de estos tiempos. No estará de más tenerla siempre cerca , como esa estrella del ancho cielo de la tierra patagónica a la que se refiere la copla.
Por mi caso quiero siempre volver a disfrutarla en lo que me quede de tiempo, en la versión discográfica o de video de esas piezas que aún conservo del grupo musical. Mucho puede aprenderse con este ejercicio y también mucho y muy bueno pueden aprender los jóvenes de hoy de los boyeros de siempre. En estos días que se cumplen sus sesenta y cuatro años de compromiso con nuestra música nacional.